Solamente una generación antropocéntrica como la nuestra puede pensar que lo que el hombre desea y en lo que confía pudiera dar resultado o pudiera llegar a crear los deseos de su corazón.
La Palabra de Dios claramente establece que Dios es soberano; que ni un pajarito se cae sin el consentimiento de nuestro Padre; que desde toda la eternidad Dios ha determinado, activa o pasivamente, todo cuanto ha de ocurrir.
Y si bien es cierto que mi fe juega un rol en mi relación con Dios, en la paz con la que puedo vivir mi vida cristiana y en la paz que puedo tener al momento de orar, es igual de cierto que en ningún lugar de la Palabra se nos enseña que nuestra fe tiene poder.
En nuestros días se habla de que cristianos pueden proclamar una palabra de poder basada en lo que nuestro corazón quiere, y así activamos la fuerza de la fe, y que Dios está comprometido entonces a entregarnos aquello que hemos activado por medio de esa palabra.
Hemos creado así ese movimiento de la fuerza de la fe (como muchos le llaman). La realidad es que Dios se mueve por lo que Su carácter determina; nada ni nadie fuera de Dios determina el curso de nuestras vidas, ni nadie ha aconsejado jamás a Dios para que un acontecimiento del universo tenga lugar.
Dios es el único sabio y eterno, que desde toda la eternidad concibió todo Su plan de redención. Yo entré a una historia que yo no pensé, que yo no escribí, que yo no comencé; y voy a salir de una historia que yo no voy a terminar. Otro la comenzó, otro la terminará y otro es quien la controla. Confía en Él, que Él es el soberano Señor.
Extraído del libro 95 Tesis para la iglesia de hoy, Miguel Núñez.
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