“De modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes” (Colosenses 3:13).
Sentir rencor hacia otras personas es, en cierto sentido, inevitable, especialmente cuando hemos sido heridos. En lo personal, he tenido que luchar con esto desde hace tiempo. Siendo honesta, vivía engañada por la idea de ser lo suficientemente “buena”, lo cual me impedía reconocer que el rencor habitaba en mi corazón. Sin embargo, fue Dios quien me dio el valor para verlo y confesarlo.
Martín Lutero dijo: “No puedes evitar que los pájaros de la preocupación vuelen sobre tu cabeza, pero sí puedes evitar que hagan nido en ella”. No somos inmunes a los malos pensamientos, pero sí somos llamados a no darles lugar. La respuesta se encuentra en la oración. Cada vez que el rencor intenta dominarme, rindo mi resentimiento delante de Dios. La oración que suelo hacer es la siguiente:
“Padre, tú sabes que guardo rencor hacia —menciono su nombre— y que soy completamente impotente frente a este sentimiento. No sé perdonar; por eso te pido que me enseñes a hacerlo, así como tú me has perdonado a mí. Pongo en tus manos la vida de esta persona y te entrego mi resentimiento. En el nombre de Jesús. Amén”.
Elevar oraciones sencillas nos ayuda a descargar el peso de los sentimientos pecaminosos y a reconocer que nuestra fuerza no proviene de nosotros mismos, sino de Dios. Al hacerlo, Él nos concede paz en el corazón, nos mantiene a cuentas con Él y nos da la libertad de acercarnos a otros con un espíritu sincero, sin hipocresía, descansando en su gracia.

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