Es fácil juzgar a los demás y señalar sus caídas; lo difícil es recordar que nosotros también somos pecadores necesitados de gracia. Cuando estamos en la posición del que falla, comprendemos cuán profunda es nuestra dependencia de la misericordia de Dios. La verdadera bondad no consiste únicamente en actos visibles de caridad, sino en un corazón que mira al prójimo con compasión, consciente de que todos hemos sido heridos por la misma espada del pecado.
Un corazón regenerado por el Espíritu Santo se manifiesta en gracia, ternura y compasión. Cristo nos enseñó precisamente esto: en vez de apresurarnos a juzgar o condenar, debemos tratar a los demás con misericordia, recordando que hemos recibido de Dios lo que no merecíamos. Solo quien ha sido abrazado por la gracia puede extender gracia.
Jesús nos recordó en el Sermón del Monte que “con la medida con que medimos, seremos medidos”. Esta enseñanza no apunta a un intercambio moral, sino a la disposición del corazón. Los hijos de Dios, transformados por Su amor, buscan actuar conforme al carácter de su Padre: con justicia, misericordia y humildad.
La sabiduría que desciende de lo alto —como enseña Santiago— es pura, pacífica, amable, llena de misericordia y de buenos frutos (Stg. 3:17). Quien ha sido instruido por el Espíritu se esfuerza por vivir en paz, consolar al que sufre y practicar el bien sin parcialidad, no para ganar el favor de Dios, sino porque ya lo ha recibido por gracia en Cristo.
La compasión y la gentileza no son simples virtudes humanas; son frutos del Espíritu obrando en un corazón que ha sido renovado. Por eso, en lugar de juzgar y condenar, estamos llamados a tratar a los demás con amor, paciencia y comprensión. Así reflejamos el corazón de nuestro Salvador y demostramos, con nuestras acciones, la sabiduría que Dios produce en quienes ha hecho suyos.

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