Comencé a conocer la verdadera felicidad cuando descubrí el amor de Dios por mí. Ese amor que se hizo carne y habitó entre nosotros; un amor que, sin merecerlo, entregó Su vida por mí. Un amor genuino, sincero, sin reservas ni condiciones. Un amor que trasciende el tiempo y supera todo entendimiento. No se limita al perdón de mis pecados en el pasado ni solo a la esperanza futura del cielo, sino que sigue obrando hoy, de manera constante, mediante la santificación que produce el Espíritu Santo.
Mirar a la cruz transformó mi forma de ver a Dios. Derribó la imagen distorsionada que yo misma había construido. Comprendí que el Dios al que adoro no se ajusta a mis expectativas ni a las ideas humanas que pretenden limitar Su poder. El Dios Creador de los cielos y de la tierra está por encima de todo, y mi mente finita jamás podrá comprenderlo en su totalidad.
Aun así, Su gracia y Su amor revelados en la cruz son más que suficientes para mí. Porque soy Su hija amada, pequeña oveja de Su rebaño, a quien Él ha amado con amor eterno y a quien extiende Su misericordia cada día.
¡Alabado sea Su Santo Nombre!
0 Comentarios
Gracias por comunicarte con nosotros.