El amor a Dios se aprende en Su Palabra
En varias ocasiones he pedido a Dios que me enseñe a amarlo como Él merece. Algo que he aprendido al meditar en Su Palabra es que el amor a Dios no se reduce a un sentimiento, sino que se manifiesta en la obediencia a Su voluntad. Guardar Sus mandamientos agrada a Dios; es una expresión viva de amor, y es una realidad que se vive día a día.
“Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15, RV60).
El mandamiento principal
Un hombre se acercó a Jesús y le preguntó:
“¿Cuál es el primer mandamiento de todos?”
Jesús le respondió:
“El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos” (Marcos 12:29–31, RV60).
El concepto humano del amor: afecto y apego
Uno de los conceptos que se presentan comúnmente sobre el amor lo describe como un sentimiento ligado al afecto y al apego, del cual surgen actitudes, emociones y experiencias. Dos palabras destacan en esta definición: afecto y apego.
El afecto y el apego describen un vínculo emocional entre personas, ya sea en el contexto familiar, de amistad o de una relación cercana. Aunque suelen considerarse sinónimos, poseen matices distintos:
- El afecto genera un ambiente de confianza, comunicación y crecimiento; despierta interés, armonía y gozo.
- El apego implica una relación más profunda e íntima, que brinda seguridad, confianza, identidad y estabilidad.
Ambos conceptos se reflejan claramente en la relación entre una madre y su bebé: un amor genuino, puro y sincero. Este es el tipo de amor que Dios demanda, no uno forzado u obligatorio, sino voluntario, nacido del corazón regenerado. Por lo tanto, amar a Dios no es solo una emoción; es una forma de vivir.
Amar a Dios implica obediencia práctica
“No se contenten solo con escuchar la palabra, pues así se engañan ustedes mismos. Llévenla a la práctica” (Santiago 1:22).
La manera en que Jesús amaba a Dios nos enseña que el amor verdadero se expresa en acciones concretas, especialmente en el servicio al prójimo. Jesús mostró compasión y empatía; no esperaba oportunidades para hacer el bien, sino que buscaba activamente a quienes necesitaban ayuda. Amó sin juzgar, perdonó a sus enemigos y siguió su camino sin rencor. De Su boca salían palabras de vida y esperanza. Trató a los demás con amabilidad, respeto y humildad.
Todo esto lo enseñó a Sus discípulos antes de partir. Al lavarles los pies, les mostró la humildad que había en Su corazón y el amor con el que los cuidaba.
Amar a Dios es amar al prójimo
El amor va más allá del sentido común. Amamos a Dios cuando amamos al prójimo. Cuando buscamos hacer el bien sin esperar nada a cambio, estamos caminando en la voluntad de Dios. Su mandato es claro: que nos amemos unos a otros, así como Él nos ha amado por medio de Su Hijo Jesucristo. La obediencia, entonces, es la evidencia más clara del amor genuino delante de Dios.
El amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús, al vivir una vida justa y recta, demostró que permanecía en el amor del Padre conforme a Su Palabra. Sin embargo, Su amor fue aún más lejos: cruzó fronteras al entregar Su vida en la cruz.
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados…
“Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él… El que ama a Dios, ame también a su hermano” (Véase 1 Juan 4:10, 15, 17, 20–21, RV60).
En conclusión, amar a Dios es más que una palabra. Es más que un sentimiento. Amar a Dios es hacer Su voluntad y guardar Sus mandamientos. El amor se demuestra con hechos, no solo con palabras, oraciones o cantos. Jesús lo mostró con Su vida santa y recta, y lo confirmó plenamente al dar Su vida en la cruz. Él murió para que nosotros viviéramos.

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